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A veces el Espíritu Santo trabaja de maneras extrañas y fascinantes.
A principios de 1800 una chica llamada María Eugenia Milleret creció en una familia que no tenía ningún interés en la religión o en Jesucristo, pero estaba apasionada por los asuntos políticos y de justicia social. Deploraban las injusticias del sistema de clases sociales y la miseria vinculada al surgimiento de la industrialización. Para ellos, de todos modos, no había conexión entre éstas preocupaciones y el Catolicismo, la religión tradicional de la gente. Encontraron esperanza en el grito de la Revolución francesa por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
A los quince años los padres de María Eugenia se separaron y ella se fue a París con su madre, a quien, recien llegadas a París, vió morir de cólera. Su padre, entonces, la mandó a vivir con unos famiilires cuyo gran interés resultó ser el dinero y el placer. Sola, lejos de su hermano que había sido su compañaro constante, Eugenia se preguntaba sobre el sentido de la vida y el amor. Había perdido todo excepto su pasión por las cuestiones sociales y políticas y su deseo de hacer algo por los demás.
Su padre después mandó a Eugenia a vivir con una primas muy católicas. El quería que María Eugenia se casara como otras jóvenes de su edad para ocupar su puesto en la sociedad. María Eugenia encontró la piedad de sus primas estrecha y axfisiante y, aunque no tenía ninguna objeción contra el matrimonio, rechazó todos los pretendientes.
Un día, sus primas la invitaron a la catedral a oir los sermones de Cuaresma por un padre famoso por su elocuencia y su influencia en la juventud. Su manera de hablar de Cristo y de la Iglesia condujeron a la conversión de María Eugenia. Descubrió que los ideales de justicia y libertad, igualdad y fraternidad están eneraizados en el Evangelio de Jesús que es el Liberador universal y definitivo, y que “la Iglesia posee el secreto de hacer el bien aquí en la tierra”. Aunque siempre va a a haber dificultades, “Dios quiere establecer un orden social en el que ninguna persona tenga que sufrir la opresión de otra” (Carta de 1843)
A menos de un año, oyendo su confesión y reconociendo que María Eugenia tenía una inteligencia y una pasión que podía hacer una diferencia en la sociedad, un sacerdote le pedió verla después de la confesión. El la convenció de que su vocación era la vida religiosa y la educación.
María Eugenia se fue preparando a sí misma a través del estudio y la oración y, a los 22 años, fundó las Religiosas de la Asunción con otras cuatro jóvenes. Su vida y su trabajo se prolongaron a lo largo de casi todo el siglo diecinueve y rapidamente se expandió a nivel internacional. Ella y sus hermanas enseñaban que nuestra fe en Jesús nos impulsa a comprometernos en los asuntos sociales contemporaneos y que toda acción debe brotar de una vida de amor y de oración.